EL COCHE MALDITO (PRIMERA PARTE)



Desde que tengo memoria, siempre me han desbordado las personas que dan más importancia a las cosas que a otros seres humanos, a la vez que me han generado una curiosidad brutal. ¿Qué clase de escala de valores tienen? ¿Por qué les aporta más algo material que algo personal? Pues bien, el desbordamiento de hoy está provocado por alguien muy cercano a mí o, por lo menos, lo fue en su día, porque por desgracia nos estamos distanciando. Una de las razones de ese distanciamiento tiene que ver con su coche. Sí, parece una banalidad, no lo niego, pero, como podréis comprobar a continuación, tiene unas implicaciones que van más allá de lo meramente material. Vamos, que al final el coche es lo que menos importa.

Se trata de mi amigo F., una persona que conozco desde el instituto y con el que he mantenido una relación muy estrecha hasta hace unos años. De hecho, durante mucho tiempo le he considerado mi mejor amigo. Pero, por desgracia, dejé de considerarlo así, y una de las razones fue porque empecé a percibir que sentía más amor por su coche que por mí. 

El origen de esta percepción está en un suceso concreto que os paso a relatar ahora. Ocurrió hace ya algunos años, cuando ni yo ni casi ninguno de mis amigos teníamos coche y nos tocaba ir a todos los sitios en transporte público. F. era el único que sí lo tenía; era una vieja ranchera que había pertenecido a su abuelo y que ahora ya no usaba porque era demasiado mayor para conducir. Era de gasolina y se manejaba bastante mal, porque no tenía dirección asistida. Pero F. estaba encantado de tenerlo, porque odiaba viajar en transporte público y sentía que el coche le daba esa autonomía tan necesaria cuando eres joven y aún dependes de tus padres para casi todo. 

El caso es que un día habíamos quedado en casa de un amigo y F. se ofreció a llevarnos a todos. Siempre ha sido muy solícito en ese sentido y nunca ha puesto ninguna pega a la hora de trasladarnos de un sitio a otro; es de agradecer. Aunque, con la distancia, pienso que no todo era puro altruismo; un poquito de vanidad también había, porque a F. le encantaba fardar con el coche. Cuando hablaba de sus virtudes como conductor, no tenía abuela. Y con hablar no le bastaba; también tenía que mostrar todas sus habilidades al volante, que normalmente incluían giros espasmódicos, adelantamientos de dudosa legalidad y acelerones inesperados. Pero bueno, quiero creer que había más de buena voluntad que de narcisismo al ofrecerse a llevarnos. 

Pasamos una tarde estupenda en casa de nuestro amigo. Recuerdo haberme reído y haber hecho reír mucho, cosa que me encanta. Provocar la risa de la gente es uno de los mayores placeres de mi vida. Y seguía en el coche de vuelta a casa, payasada tras payasada, haciendo que mis amigos se desternillaran, F. incluido. Todo iba de maravilla hasta que, al llegar a un semáforo, no sé qué gilipollez estaba diciendo que, para que tuviera más gracia aún, tenía que hacer como si saliera del coche. Así que cogí el manillar para simular que abría la puerta. En ese momento un grito gutural desproporcionado salió de la garganta de R. y resonó: “¡Ni se te ocurra volver a intentar abrir la puerta ni a tocar mi coche!”. 

Al escucharlo me quedé en parálisis. Como veis, el contenido de la frase tampoco es para tanto; lo que más me afectó fue el tono de mi amigo y la expresión de su rostro, de una ira incalculable. Me hizo sentir como si yo fuera el ser más despreciable de la tierra, cuya única misión fuera estropearle el puto coche. Pues sí, en cierta forma sí lo era, pero no antes de que me gritara, sino después, ya que me dieron ganas de bajarme en ese mismo instante y empezar a darle patadas a toda la carrocería hasta llenarla de abolladuras imposibles de arreglar. Pero no me bajé; lo que pasó fue que la violencia de la situación hizo que se creara un silencio mortal, de tal forma que nadie se atrevió a decir nada en todo el trayecto. 

Uno a uno, mis amigos se fueron bajando del coche, porque llegamos a sus respectivos destinos. Y cuando por fin me tocó el turno, F., antes de bajarme, me dijo que lo sentía, que se había pasado tres pueblos. Yo se lo agradecí y le quité hierro al asunto para que las cosas volvieran a estar como si no hubiera pasado nada. Pero le mentí, porque, aunque han pasado ya bastantes años desde que esto sucedió, no he podido olvidarlo. Ese día se me atravesó su coche y todos los que ha tenido desde entonces (cuatro en total). Y también se empezó a minar la confianza mutua que siempre nos habíamos profesado, cosa que no hubiera sucedido si este hubiera sido un hecho puntual. Pero no lo fue; fue sólo el origen de los múltiples episodios en los que F. cambió el respeto y la preferencia hacia sus amigos, por su coche. 

En próximas entregas os contaré las experiencia más desoladora que tuve relacionada con F. y con uno de sus coches que supuso un antes y un después en nuestra relación. Hasta entonces, precaución amigos conductores, la senda es peligrosa.

Comentarios

  1. Jajajajajaja...

    Me he empezado a reír desde que he leído el título y he visto la fotografía, y no he parado hasta el final. Grandioso desbordamiento, muy muy divertido, a pesar del trasfondo amargo.

    ¡Espero anhelante las próximas entregas! :D

    R.

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    1. Me alegra mucho que te haya gustado esta entrada y, sobre todo, que te haya parecido divertida. No era mi intención hacer reír, pero, oye, las risas que nunca falten.

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